13 agosto 2006

Motivos (III)

El prisionero que perdía la fe en el futuro – en su futuro – estaba condenado. Con la quiebra de la confianza en el futuro faltaban, asimismo, las fuerzas del asidero espiritual; el prisionero se abandonaba y decaía, se convertía en sujeto de aniquilamiento físico y mental. Normalmente esto se producía de repente, en forma de crisis, no tanto por nosotros mismos, entonces ya no tendría especial importancia, cuanto por nuestros amigos. Solía comenzar cuando el prisionero se negaba a vestirse y a lavarse, o a salir fuera del barracón a la hora de formar. Ni las súplicas, ni los golpes, ni las amenazas surtían efecto alguno. Se limitaba a quedarse en su lugar, sin apenas moverse. Si la crisis desemboca en enfermedad, entonces rehusaba ser conducido a la enfermería o aceptar cualquier tipo de ayuda. Sencillamente se daba por vencido. Permanecía allí, tendido sobre sus propios excrementos, sin importarle nada.

Una vez fui testigo del estrecho nexo entre la pérdida de la fe en el futuro y este peligroso darse por vencido. F., el jefe de mi barracón, compositor y libretista famoso, me confió un día:

“Me gustaría contarte algo, doctor. He tenido un extraño sueño. Una voz me invitaba a desear cualquier cosa, bastaba con preguntar lo que quería conocer y mis preguntas serían satisfechas de inmediato. ¿Sabe qué pegunté? Cuándo terminaría la guerra para mí. Ya sabe lo que quiero decir, doctor, ¡para mí! Conocer cuándo seríamos liberados los de este campo y cuando terminarían nuestros sufrimientos.”

“¿Y cuándo tuvo usted ese sueño?”, le pregunté.

“En febrero de 1945”, contestó. Por entonces estábamos a principios de marzo.

“¿Qué respondió la voz en su sueño?”

En vos baja, casi furtivamente, me susurró:

“El treinta de marzo.”

Cuando F. me contó aquel sueño todavía se encontraba rebosante de esperanza y convencido de la certeza y veracidad del oráculo de la voz. Sin embargo, a medida que se acercaba el día prometido, las noticias que recibíamos sobre la guerra menguaban las esperanzas de ser liberados en la fecha indicada. El veintinueve de marzo, de repente, F. cayó enfermo con una fiebre muy alta. El treinta de marzo, el día en que según su profecía, terminaría la guerra y el sufrimiento para él, empezó a delirar y perdió la conciencia. El treinta y uno de marzo falleció. Según todas las apariencias murió de tifus...

Los que conocen la estrecha relación entre el estado de ánimo de una persona – su valor y su esperanza, o su falta de ambos – y el estado de su sistema inmunológico comprenderán cómo la pérdida repentina de la esperanza y el valor pueden desencadenar un desenlace mortal. La causa última de la muerte de mi amigo fue la honda decepción que le produjo no ser liberado el día señalado. De pronto se debilitó la resistencia de su organismo y sus defensas disminuyeron, dejándole a merced de la infección tifoidea latente. Su esperanza en el futuro y su voluntad de vivir se paralizaron, y su cuerpo sucumbió víctima de la enfermedad. Después de todo, la voz de sus sueños se hizo realidad.

La observación de este caso, y sus consecuencias psicológicas, concuerda con un hecho que el médico del campo me hizo notar: la tasa de mortandad semanal durante las Navidades de 1944 y el Año Nuevo de 1945 superó en mucho las estadísticas habituales del campo. En su opinión, la explicación de este aumento de mortalidad no había que buscarla en el empeoramiento de las condiciones de trabajo, ni en una disminución de la ración alimenticia, ni en un cambio climatológico, ni en el brote de nuevas epidemias. A su entender, se trataba sencillamente de la ingenua esperanza que abrigaron la mayoría de los presos de ser liberados por las fiestas navideñas. Según se acercaba esa fecha, y al no recibir ninguna noticia alentadora, los prisioneros perdieron su valor y les venció el desaliento. Muchos de ellos murieron al debilitarse su capacidad de resistencia.

Ya advertimos en páginas anteriores que cualquier intento por restablecer la fortaleza de los reclusos, bajo las dramáticas condiciones de un campo de concentración, debe comenzar por acertar en proponerle una meta futura, un objeto concreto que de sentido a su vida. Las palabras de Nietzsche “El que tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo” podría convertirse en el lema que orientara y alentase los esfuerzos psicohigiénicos y psicoterapéuticos con los prisioneros. Siempre que se presentaba la menor oportunidad, era preciso infundirles un porqué - un objetivo, una meta – a sus vidas, con el fin de endurecerles para soportar el terrible cómo de su existencia. ¡Pobre del que no percibiera algún sentido en su vida, ninguna meta o intencionalidad y, por tanto, ninguna finalidad para vivirla: ese estaba perdido! La respuesta típica de ese hombre frente a cualquier razonamiento que pretendiera animarle, era: “ya no espero nada de la vida”. ¿Existe algún argumento ante estas palabras?

(Viktor Frankl El Hombre en Busca de Sentido)

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